A pesar de quedar truncada, Nacho Criado legó una obra donde no cesó de interrogarse, a veces de forma obsesiva, sobre los límites, sean estos los de la representación, los del conocimiento, la memoria o la existencia… preguntas a las que todas las respuestas posibles parecen conducir indefectiblemente al silencio, a la nada o al vacío, al menos de una forma asintótica, puesto que toda tentativa de dar cuenta del silencio, la nada o el vacío corre el riesgo de transformarse en lo contrario de lo que se pretende esclarecer.
De ahí el recurso a las figuras del desierto, la caída o la recurrencia al vidrio por su cualidad transparente, que parece solidificar lo invisible. Sus elementos suelen situarse en un terreno fronterizo con la nada y por extensión apuntan a la muerte, límite absoluto, acto puntual e incognoscible, inseparable sin embargo de la vida, en tanto se concibe como un “ser para la muerte” (y la obra de Criado parece estar poblada, entre otros, por los ecos de Heidegger).
A pesar de todo, el artista no puede dejar de hacerse una y otra vez esas preguntas, razón por la cual en la poética de Criado tiene más importancia el proceso creador que la pieza final. En consecuencia, su obra está poblada de trayectos y recorridos con carácter iniciático. Pero de todos los caminos posibles, prevalecerá siempre el más errático, el rastreo, aquél que prima el movimiento sobre la llegada a una meta.
En ese proceso de búsqueda, la obra se escapa al propio control del creador, abriéndose a lo que Criado llama “agentes colaboradores”. No son solo las polillas, las termitas y los hongos presentes en algunas de sus piezas, sino la propia existencia de la obra en el tiempo y el espacio (el óxido, en lugar de deteriorarlas parece pulirlas y acercarlas a su esencia más auténtica), y por supuesto, la figura indispensable del espectador, a la cual reclama insistentemente, no ya como mero receptor, sino como sujeto activo en esa demanda de sentido que nunca puede ser satisfecha plenamente.
Se crea así una obra llena de fracturas e intersticios donde lo importante queda muchas veces al margen del enunciado, pues éste no es capaz de albergarlo.
Entre las obras incluidas en la exposición, podríamos tomar a modo de ejemplo de lo dicho Trasvase (escala).
La instalación no muestra los estados de trasvase de líquido entre dos botellas (falsa percepción), sino un cambio progresivo entre una serie de parejas similares, cada una de las cuales redistribuye el contenido de forma progresiva entre una botella transparente y otra traslúcida, de forma que a medida que en una aumenta el volumen de líquido, en la otra disminuye. Se establece así un juego entre la identidad y la diferencia que subraya lo precario de los juicios que emitimos a partir de lo que nos muestran los sentidos en confrontación con nuestro conocimiento previo, aunque éste no se adecue a la información que recibe. Porque la paradoja de la obra reside en que resulta casi imposible no aceptar que ese trasvase “ausente” es de lo que se nos habla, debiendo resignarnos a aceptar que lo realmente importante es lo que queda al margen del enunciado, leyendo las parejas de botellas casi como los fotogramas de la filmación de un tiempo y un lugar irremediablemente perdidos.
El sentido de la tarea artística radica justamente en ese fracaso que, no obstante, consigue resplandecer, como señalaba Castro Flores hablando justamente de Criado, en algunos momentos de la obra de arte. A través de esos intersticios consigue situar al sujeto ante los enigmas que lo acosan y que constituyen su propia identidad, la de una existencia marcada por los límites.
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