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domingo, 23 de marzo de 2014

Proceso y método en Maneros Zabala

Entre las exposiciones vistas este invierno recién acabado, destacaremos la muestra que en el Museo Guggenheim de Bilbao, bajo el título paraguas de Proceso y Método, presentaba la obra de tres jóvenes artistas vascos: Iñaki Garmendia, Erlea Maneros Zabala y Xabier Salaberria. Conscientes de la heterogeneidad de sus planteamientos, los comisarios Álvaro Rodríguez Fominaya y Lucía Agirre acudían a la apelación que estos autores hacen a “la Historia como materia de indagación” y constante revisión como punto común. A partir de ahí, todos producirían una relectura de los movimientos artísticos de la modernidad, así como una mirada crítica sobre la forma en que se construyen los discursos que articulan el presente, ligada a las nociones de territorio, archivo o memoria.


Pero ante la diversidad de sus propuestas, prácticamente el único rasgo común era la manera en que la Historia, en tanto discurso, se erige en elemento constitutivo de la identidad.
Con todo, ese elemento identitario parece brotar sobre todo en los trabajos de Salaberria y, muy especialmente, Garmendia, ambos afincados en el País Vasco. Estos dos autores comparten una trayectoria formativa similar (desde la Universidad del País Vasco al taller de Bados y Badiola en Arteleku) y un background que recoge la herencia de la Nueva Escultura Vasca y tiene a la figura de Oteiza como mito fundador (tanto Salaberria como Garmendia presentaban dos piezas a partir del creador navarro, aunque para llegar a dos puntos muy distintos entre sí).



Erlea Maneros Zabala, en quien nos centraremos a continuación, a pesar de ser nacida en Bilbao, se ha formado entre el Reino Unido y California y reside en Los Ángeles. Si bien es cierto que el aludido elemento identitario está presente también en sus Estudios orientalistas, lo hace de una forma más indirecta, al plantearse la manera en que nos enfrentamos al otro, dentro de una preocupación más general por el modo en que las imágenes, a través de los medios de comunicación o bien desde la denominada “alta cultura” solo han puesto en pie representaciones del mundo en tanto constructos ideológicos no siempre confesos.

Esta posición de partida la adscribe a toda una serie de creadores que desde los años 70 del pasado siglo, en el marco de la postmodernidad, bajo distintas etiquetas -Apropiacionismo, Generación de las Imágenes… -, han compartido esa desconfianza hacia los mecanismos de representación.

Maneros Zabala concede una atención fundamental a la técnica. Al fin y al cabo se trata del intermediario no siempre reconocible entre un significante y un significado que a su vez no siempre es explícito, al que la convención tecnológica puede ayudar a camuflar. No en vano, toda tecnología es fruto de una ideología. Así, los avatares de la producción de las imágenes pasan a un primer término, mostrando abiertamente en qué manera ha producido una manipulación (o existe una posibilidad de llevarla a cabo).

En la producción de Maneros Zabala podríamos distinguir dos tipos de piezas que, en alusión a la muestra del Guggenheim, responden a dos procesos diferenciados aunque con una metodología bastante similar.

El primer grupo es el compuesto por las piezas centradas en la estrategia de deconstrucción de las imágenes. A ello se procede fundamentalmente a través de la descontextualización y la explicitación de las técnicas de producción en un proceso que tiene bastante de investigación.

Paradigmática de esta voluntad de análisis de las imágenes es la serie que realiza a partir de las portadas que dedicaron Los Angeles Times o New York Times al inicio de la guerra de Afganistán. Más allá de ilustrar objetivamente un hecho con una fotografía, la prensa le ofrecía al lector americano un ejercicio retórico basado en la tradición de las artes plásticas que lo hacía más digerible. Maneros trasforma la imagen fotográfica en una acuarela, pero no esconde la retícula que la organiza y deja que la pintura escurra por el papel, estableciendo una interesante dialéctica entre control y aleatoriedad (oposición sobre la que vuelve en varias de sus series). El resultado es una lectura crítica de los géneros de la tradición pictórica: desde la pintura de historia (y pocos acontecimientos habrán sido vividos en nuestra época con conciencia de ser “históricos” como los que siguieron a los ataques del 11-S) hasta el paisaje decimonónico y su sublimación de la naturaleza, que hace que ante estas acuarelas uno tenga que reconocer lo que tiene de recreación de Turner el supuestamente objetivo disparo fotográfico de un reportero gráfico de guerra.


Llama la atención que, en lugar de acudir a las imágenes de las Torres Gemelas, quizá demasiado manidas, Maneros Zabala se haya fijado en la intervención en Afganistán que se desencadenara a renglón seguido. Pero ella lo aprovecha para introducir una de sus preocupaciones recurrentes: la manera en que Occidente se ha aproximado a Oriente. Tradicionalmente se buscaba en él un exotismo y una diferencia sobre la que construir la propia identidad que dio lugar incluso a un género: el orientalismo. Los Estudios Orientalistas ya mencionados parten también de imágenes de la prensa relacionadas con conflictos de Oriente Medio. El método de deconstrucción ha consistido en este caso en el décollage, es decir, el recorte de los elementos de la imagen original que aparecen de nuevo pegados, aunque ahora de forma aislada, en un cartón negro sobre el que se ha trazado una cuadrícula. Junto a cada imagen así fragmentada y vuelta a componer, aparece la ilustración de un libro sobre ilusiones ópticas, subrayando la dialéctica que se establece en toda imagen entre su aspecto referencial y los aspectos que sobredeterminan su construcción, no solo desde el punto de vista perceptivo, sino también cultural, es decir ideológico.



Maneros Zabala le confiere todo el protagonismo en esta serie al acto de ver para subrayar que no hay mirada inocente ni única, sino, parafraseando a Berger, modos de ver. Dispone para ello del material en unas vitrinas que condicionan la manera de aproximarse del espectador. Ya no se encuentra ante la tradicional imagen de la “alta cultura” que cuelga de la pared, sino ante un objeto más propio de una exposición didáctica, como si quisiera subrayar así el aspecto pedagógico de su actuación con las imágenes.




El Orientalismo aparece también explícitamente en la parte de su trabajo Peregrinaciones para una nueva economía (2007-12) que pudo verse en la galería Carreras Múgica. En ella tomaba como punto de partida las fotografías de la colección de Ken y Jenny Jacobson, centrada precisamente en ese tema. Maneros Zabala eligió aquellas que muestran autorretratos de ciudadanos occidentales vestidos a la manera oriental, para subrayar la mirada estereotipada que sobre Oriente hemos tenido en Occidente, por cuanto el aspecto documental de la fotografía sirve aquí no para dar cuenta de una realidad sino para confirmar un cliché ya existente. Se establece así un juego veridictorio que apunta hacia la mentira (parecer pero no ser).





Las imágenes van acompañadas de textos extraídos del prólogo de <i>The Art of Marbling</i> de C. W. Woolnough, dado que mientras recababa las imágenes, la autora reparó en que varios de los álbumes donde se recogían las fotos usaban papel marmoleado, técnica de origen oriental que había sido asimilada por los europeos un par de siglos atrás. En su prólogo, Woolnough hacía un relato de la apropiación de esa técnica por parte de los europeos que funciona, según Maneros Zabala, como “una alegoría de la división del trabajo y de la alienación de la producción capitalista que sustituye a los procesos artesanales”.


Además de las imágenes y del texto que las acompañan, la instalación se completa con un elemento escultórico similar a un biombo que actúa en cierta forma como condensador de las ideas de expuestas en textos e imágenes. Los paneles se hayan recubiertos en uno de sus lados con papeles que usan la referida técnica del marmoleado. Del otro lado, la superficie de aluminio actúa como un espejo. Se establece así un juego entre el mostrar y el ocultar, entre referente e imagen, con la cual el espectador se ve obligado a interactuar al confrontar su mirada con el reflejo (sea el suyo o sea de aquello que le circunda) o con el objeto en tanto elemento que tapa (lo que queda del otro lado o su propia imagen).



El marmoleado remite a una de las series que más tiempo viene desarrollando la artista bilbaína: <i>Ejercicios de Abstracción</i>. En ellos vuelve a estar presente la actitud deconstructiva de un género pictórico a través de un procedimiento creador que elimina cualquier elemento expresivo, dejando la configuración de la imagen a la aleatoriedad de su proceso constructivo y su reconocimiento a la intervención del espectador que introduce elementos interpretativos extraídos de su experiencia previa con la Historia del Arte (expresionismo abstracto, monocromía…) o perceptiva (el discernimiento de determinados motivos). Se pone así en tela de juicio el mismo concepto de abstracción y su oposición a lo figurativo.







Sin título (Archivo en microfilm de Los Angeles Times, mayo 2007) nos lleva de nuevo al terreno de la imagen en la prensa, mediante imágenes extraídas del citado periódico a las que se les ha suprimido el texto, trabajo que obligatoriamente hace recordar al de Sarah Charlesworth. En el caso de Maneros Zabala, se le une además su interés por las técnicas obsoletas, en este caso del microfilm.






Esa preocupación por la manera en que se articula la relación entre texto e imagen y por las técnicas de impresión del pasado aparece también en Grafía Vasca: tipografía y ornamentación 1961-1967, obra compuesta por 39 planchas de cobre creadas a partir de una publicación eclesiástica clandestina de los años 60. Si en la primera obra el interés se centraba más en los aspectos formales de la imagen, en esta segunda, parece ocuparse más bien de los aspectos formales del texto.



Ya hemos señalado cómo todas estas obras se proponían una deconstrucción de la manera en que se producen las imágenes y su inserción (explícita o implícita) en determinados códigos estéticos. Sin embargo hay que reconocer que su crítica a la construcción de lo bello no puede dejar de producir obras que no escapan a la propia producción del efecto de belleza.

El segundo grupo, partiendo de esa metodología de deconstrucción, tiene un carácter más interpretativo y por tanto más personal. Partiendo del análisis de cómo se producen/consumen las imágenes, Maneros Zabala avanza la falta de un macrorelato en el cual se articule la relación entre significante y significado como no sea el de la Economía (esa entelequia en nombre de la cual se nos piden sacrificios y se dirige nuestra existencia y que no es tal abstracción sino la última encarnación de un post-Capitalismo que ha conseguido blanquear todas sus coartadas ideológicas –progreso, bienestar, Historia…- desde la caída del Comunismo).

Aquí incluiríamos en primer lugar la serie Los Ángeles, 14 de mayo, 2009 (Los Angeles, May 14th, 2009) realizada a partir de las fotografías de las vallas publicitarias de la ciudad californiana, vacías tras el inicio de la crisis económica de 2008. La aparente neutralidad de las imágenes es contrarrestada por su aparición en positivo o negativo y por el juego de composición que se establece entre el rectángulo del espacio publicitario, el encuadre de la imagen y el fondo, blanco o negro, sobre el cual ha sido colocada. Como vemos, de nuevo se insiste en el carácter manipulado de la imagen, pero en este caso se hace para resaltar aquello que justamente falta. Esta serie está construida sobre la idea de la ausencia. De una parte de los mensajes publicitarios. De otra parte, el fondo que encuadra las fotos, recalca la ausencia de un texto que las explique. A fin de cuentas, de lo que carecemos es de una narrativa convincente que explique las causas de la crisis o el propio funcionamiento del sistema capitalista que nos rodea.






Nos referíamos antes a una parte de Pilgrimages for a New Economy. Nos referiremos ahora a la otra, que fue mostrada simultáneamente en la Galería Maisterravalbuena en Madrid. Aquí se nos muestran las fotos de unos lugares extraños, que podrían ser los decorados de una antigua película de ciencia ficción de serie B. En realidad se trata de imágenes encontradas en Internet de icónicos museos, refotografiadas en la propia pantalla del ordenador, cuya interposición, llena de huellas y polvo, contribuye a crear una textura que es leída erróneamente por el espectador en una primera instancia como la atmósfera que envuelve a los edificios. A ese elemento casi arbitrario (o ruido, en términos de comunicación por cuanto no añadiría nada desde el punto de vista informativo del interés de la imagen) se le añade un revelado estándar a cargo de un laboratorio no profesional. El resultado es de nuevo una puesta en cuestión de las estrategias interpretativas que lleva a cabo el espectador, al ofrecer un simulacro que, sin embargo, no deja de mostrarse tal cual es a nada que se preste un poco de atención, pues las huellas del montaje no se esconden, sino que se dejan a la vista. A través de esta serie, Maneros Zabala incide igualmente en la Economía como fuente de pensamiento único, como prueba el hecho de que haya alcanzado a articular el discurso sobre el conocimiento y la experiencia estética subyacentes en los museos contemporáneos, los cuales, más allá de convertirse en depositarios del saber universal o modernos templos de un experiencia estética que sustituiría a la religión en una sociedad cada vez más secularizada, son en nuestra época fenómenos económicos globales.





Su integración en un museo que resulta paradigma de esa tendencia cierra desde dentro el círculo de las lecturas críticas que Maneros Zabala lleva a cabo sobre nuestra relación con las imágenes que nos circundan, incitándonos a tomar consciencia de su origen y significado últimos.






martes, 26 de noviembre de 2013

Akropolis Now: Concertinas

Hay obras que parecen comentarse solas. Están hechas con tal urgencia que su mensaje no puede sino llegar de forma directa, sin mediación alguna, ni tan siquiera de tipo estético.



Akropolis Now (2004) de Kendell Geers podría ser una de éstas. Consiste en dieciocho paneles verticales de malla de alambre de cuchillas, dispuestos verticalmente, a modo de columnas, dentro de una estructura modular metálica. Creada por un artista cuya formación es indisociable de su reacción contra el apartheid en el cual se había criado, el espectador no puede dejar de reconocer en ella una alegoría de aquel sistema: el poder de una minoría blanca, encumbrada en su acrópolis erigida sobre la exclusión violenta de la mayoría de raza negra. El alambre de cuchillas, un invento que se atribuyen los sudafricanos, aparece en otras piezas de Geers, desde los inicios de su carrera.




Sin embargo la realidad puede ser mucho más obstinada y dotar de inesperada vigencia a una obra al otorgarle un nuevo contexto.

Nuestra adormecida conciencia ha sido agitada estos últimos días por el salto a la actualidad informativa de las concertinas con cuchillas situadas en las fronteras de Ceuta y Melilla. Tras la negativa del gobierno a retirarlas (en palabras del Ministro de Interior son un "elemento pasivo de disuasión" y solo producen "erosiones leves") y a la espera de lo que diga el fiscal general del Estado, una obra como Akropolis Now nos trasmite un mensaje contundente, doloroso y vergonzante. Ya no habla de un remoto país del Hemisferio Sur, cuyo déficit democrático, por escandaloso y singular que resultara, no dejaba de ser un caso más de flagrante violación de los derechos humanos en el continente más pobre del planeta, sino de nuestras democracias occidentales, en la opulenta y biempensante Europa, cuyo bienestar se ha construido no solo sobre la exclusión (económica y política) de gran parte de la población mundial, sino sobre los cuerpos destrozados en las fronteras que supuestamente nos protegen, así como sobre los cadáveres de los desesperados que se ahogan en ese mar al que hemos consagrado como cuna de nuestros valores culturales e identitarios.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Una danza para la quietud: Cage, Cunningham, Dean




Confesaba Tacita Dean en una entrevista con Marina Warner que para ella la experiencia de hacer una película estaba ligada a las ideas de pérdida y desaparición. Ese espíritu parece encontrarse en muchas de sus obras, que hacen referencia a náufragos y desaparecidos, al paso del tiempo y a la destrucción a él asociada. Su instalación Merce Cunningham performs STILLNESS (in three movements) to John Cage’s composition 4’33’’ with Trevor Carlson, New York City, 28 April 2007 (six performances; six films) no escapa a ese principio, abordando de forma paradigmática temas como la representación del tiempo, con un énfasis especial en la manera en que se hace cargo del mismo el medio cinematográfico, y la tensión que se establece entre el aspecto documental de la imagen y el puramente discursivo.



El aparatoso título de la obra que nos ocupa (que abreviaremos a partir de ahora como Stillness ) no escapa a ese principio, describiendo de forma pormenorizada su contenido: Merce Cunningham interpreta QUIETUD (en tres movimientos) a partir de la composición de John Cage 4’33” con Trevor Carlson, Nueva York, 28 de abril de 2007.



A partir de ahí Dean articula el mecanismo que constituye la obra como discurso: sobre seis pantallas se proyectan seis películas de 16 milímetros en color donde el bailarín y coreógrafo, asistido por su ayudante con un cronómetro, adopta una pose estáticas para cada uno de los tres movimientos de los que consta la obra silenciosa de Cage. Dean no esconde las condiciones de representación a través de la disposición de las pantallas en el espacio. Cada interpretación del antiguo bailarín ha sido registrada desde un ángulo, cuidando que durante su exhibición su figura aparezca en tamaño natural. Se suma además el hecho de que el espectador, al deambular entre la instalación, se interponga entre el haz luminoso y la pantalla, proyectando su propia sombra sobre las imágenes.
La gran mayoría de sus películas son fieles a la premisa de que el único registro puramente documental del medio fílmico es el que da cuenta de su propia construcción y de que toda realidad queda ficcionalizada por la elección de un punto de vista, por lo cual tiende a hacerlo casi siempre claramente explícito. Así, en Stillness, además de entre las pantallas donde se muestran las imágenes, el espectador caminará entre los anticuados aparatos de proyección (lo que posibilita la citada interactuación) que suman su giro a la partitura de Cage, formando un collage cambiante de elementos que escapan al silencio: los lejanos sonidos callejeros de las seis películas proyectadas simultáneamente y el sonido ambiente de la sala de exhibición. Como resultado, Stillness repite y amplifica las estrategias dispuestas en 4'33”. A la (casi total) falta de sonido le responde la (casi total) falta de movimiento. El azar se ve multiplicado por la apertura al espectador que participará con su recorrido.









Sostenía Cunningham que cualquier movimiento es un movimiento de danza. Desde ese punto de vista Stillness es una de sus propuestas más radicales, al no realizar en ella otro desplazamiento que el cambio de posición que marca el inicio y el final de cada sección. Y sin embargo, el movimiento está ahí, presente en su tenue parpadear, en los gestos de Trevor Carlson que anuncian el final de cada parte y, sobre todo, entre los tres movimientos que componen la pieza muda de Cage. De esa forma, con cada cambio de posición, Cunningham hace de esta pieza una obra en tres movimientos, en la doble acepción del término. Pero aún se puede ir más allá. Si 4’33” no suprimía el sonido, tarea imposible por la propia presencia del público y las condiciones de la sala de conciertos (recordemos la experiencia del compositor con la cámara anecoica, que le llevó a sentenciar que el silencio no existe), la coreografía de Stillness, con la puesta en forma operada por Tacita Dean, desplaza hacia el público el movimiento, de forma que podríamos afirmar que la quietud no existe, rota por el deambular del espectador en la sala de exposiciones, obligado a moverse entre las pantallas, sin la constricción del punto de vista único y, sobre todo, estático, propio de la institución cinematográfica.



Hay que recordar que la obra de Cage daba cabida al azar a condición de sacrificarlo en un aspecto: la duración temporal, definida férreamente desde el propio título. En la pieza de Dean, la duración también queda al arbitrio del espectador por la posibilidad de establecer una contemplación parcial o repetida.
Pero sobre todo, la duración temporal se convierte en expresión de una presencia (la del bailarín Cunningham) y de una ausencia (la del compositor y compañero Cage). Esa contradicción entre la presencia de Cunningham y la ausencia de Cage (a través de su obra hecha de la ausencia de sonidos preconcebidos) tiñe Stillness de nostalgia: la sombra del objeto cayó sobre el yo , en palabras de Freud.
A ese desajuste se le debe sumar el que introduce el propio tiempo del espectador, que nunca coincide con lo representado en la pantalla, enfrentándose tanto a las pérdidas que Merce Cunningham, octogenario e inválido, soporta (del ser amado, de la juventud, del cuerpo), como a la desaparición que impuso la muerte del coreógrafo, convertido para siempre en un fantasma.

Esa experiencia tendría para Dean un epílogo en Craneway envent, que Cunningham nunca llegaría a ver.



Tacita Dean habla sobre Stillness