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lunes, 18 de julio de 2011

Kutluğ Ataman: Mirar al Otro. Küba (2004)

Desde el pasado 12 de abril hasta el próximo 11 de septiembre, el Museo Guggenheim Bilbao muestra obras de la Colección D. Daskalopoulos bajo el título El Intervalo luminoso . Se trata en su mayoría de piezas de gran formato (en muchos casos instalaciones de dimensiones considerables) producidas en los últimos treinta años tanto por artistas de renombre internacional como por emergentes.

La instalación Küba (2004) del turco Kutluğ Ataman (1961) ocupa buena parte de la sala 105. Consta de cuarenta televisores colocados sobre cuarenta mesas, situados frente a otros tantos sillones, donde se muestran cuarenta vídeos. Cada uno de ellos ofrece el testimonio de un habitante del barrio de Küba, en Estambul, un barrio con fama de marginal y conflictivo.



El trabajo realizado por el artista está planteado en dos direcciones, una de ellas previa a la exhibición de la obra y otra concebida para la interacción con el público espectador.

La primera de esas direcciones está marcada por su carácter documental y no es muy diferente de la manera en que los medios de comunicación operan para elaborar sus reportajes. El artista, tras familiarizarse con el barrio y sus habitantes, consiguió que cuarenta de ellos (hombres y mujeres, jóvenes y mayores) hablaran ante sus cámaras de sus inquietudes. Se ofrece así una serie variada de testimonios donde se tocan los temas de la droga, la violencia, el trabajo o el amor, junto a otros aparentemente más intrascendentes, como las aficiones y los gustos de sus protagonistas. A través de la suma de todas esas declaraciones se propone abordar un retrato del barrio: de los testimonios concretos, de la suma de individualidades, se pretende extraer una especie de identidad colectiva.



Sin embargo, la segunda de las direcciones en las que está planteado este trabajo, busca justamente poner en tela de juicio esa empresa de retratar “el alma del barrio”, haciendo que el espectador se plantee la dificultad de llegar a obtener un conocimiento a partir de la información suministrada, para que ponga en tela de juicio la manera que tiene de relacionarse con el mundo a través de los medios de comunicación. Pues lo que podrá extraer del barrio de Küba no es un conocimiento fruto de la experiencia sino un conocimiento vicario (lo que sus protagonistas deciden contar) y mediado (por la selección de los protagonistas, el recorte de sus relatos y la manera de ser presentados).

En ese sentido resulta fundamental el uso del espacio expositivo. El espectador se habrá de enfrentar simultáneamente a los cuarenta testimonios y seleccionar a su vez qué escuchar y durante cuánto tiempo, realizando una operación de descarte según unos criterios que no aparecen fijados de antemano, dejándolo a su libre albedrío. Los testimonios se le ofrecen en una especie de simulacro de sala de estar (un sillón frente a un aparato de televisor sobre un aparador) repetido cuarenta veces, lo cual produce un inquietante efecto de extrañamiento que se ve además reforzado por el hecho de que todo el mobiliario y los aparatos electrónicos sean de segunda mano. Sacados de su contexto original, resulta imposible reconstruir la historia de esos muebles. Lo que podría parecer un espacio íntimo, reconocible para el espectador, por efecto de la repetición y de la heterogeneidad de su procedencia se transforma en un lugar que no le pertenece, que no puede ser asumido como propio, transformándose en un verdadero no-lugar. Ese espacio que no le pertenece tampoco es el espacio del que se habla en los cuarenta documentos, ese barrio que está permanentemente fuera de campo, más allá del estrecho fondo doméstico sobre el que los vecinos de Küba transcriben sus inquietudes. Esa imposibilidad de compartir un espacio, habla justamente de la dificultad de comunicarse y, por extensión, de compartir las experiencias y el conocimiento.



En ese sentido toda la interacción del espectador con la pieza está concebida para que se tope con esa dificultad de comunicación con el otro. Deberá ser consciente de la dificultad de acceder a la totalidad de esa información a no ser que decida invertir en ello una gran cantidad de tiempo (que convierte esa tarea casi en imposible) . Se encontrará frente a ese incómodo espacio que antes hemos denominado un no-lugar. Y cuando decida sentarse frente a uno de los aparatos se encontrará también con el hecho de que la información que se presenta es básicamente visual, puesto que la disposición alineada de esas micro-salas de estar, conformando una especie de cuadrícula, transforma las voces individuales de los protagonistas en un murmullo continuo e indiferenciado. Tan solo la información ofrecida con subtítulos en inglés (de nuevo mediada) permite entender qué dicen esos bustos parlantes. Además, la antigüedad de los aparatos, añade otro elemento entorpecedor, pues algunos de ellos acaban por presentar un funcionamiento defectuoso (no son los monitores de última generación habituales en las salas de exposición).



La confrontación que la pieza le propone al espectador con los habitantes del barrio de Küba es la confrontación de dos sujetos radicalmente distintos. De una parte, el visitante de las salas de exposiciones o museos, en un país occidental (o que ha asimilado buena parte de sus instituciones culturales, como ha hecho Japón o está haciendo China). De otra, los habitantes de un barrio “marginal” de una ciudad musulmana. Se trata en resumidas cuentas de que ese espectador se enfrente al “otro”. Resulta en ese sentido muy significativa la elección de Estambul, al tratarse de la mayor ciudad musulmana de Europa, pero situada justamente en su frontera con Oriente, lo que la hace doblemente “marginal” a ojos de Occidente. En consecuencia, el barrio de Küba, se situaría ya en un confín altamente improbable para ese espectador occidental que sí podría acudir a Estambul, pero como turista.



Ante las dificultades antes señaladas, lo que se le pide a ese espectador es que tome conciencia de las condiciones en las que normalmente efectúa la operación de mirar al otro. Los medios de comunicación continuamente ponen ante nuestros ojos imágenes de esa otredad, pero tan asimiladas y digeridas, como inmunizados estamos a su recepción. En esta obra, las operaciones citadas de extrañamiento y distancia, de manipulación del espacio buscan, en última instancia, abolir la pasividad del espectador y crear una actitud crítica en su manera de relacionarse con los medios como único camino para encontrar un conocimiento verdadero de la realidad del otro.