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martes, 26 de noviembre de 2013

Akropolis Now: Concertinas

Hay obras que parecen comentarse solas. Están hechas con tal urgencia que su mensaje no puede sino llegar de forma directa, sin mediación alguna, ni tan siquiera de tipo estético.



Akropolis Now (2004) de Kendell Geers podría ser una de éstas. Consiste en dieciocho paneles verticales de malla de alambre de cuchillas, dispuestos verticalmente, a modo de columnas, dentro de una estructura modular metálica. Creada por un artista cuya formación es indisociable de su reacción contra el apartheid en el cual se había criado, el espectador no puede dejar de reconocer en ella una alegoría de aquel sistema: el poder de una minoría blanca, encumbrada en su acrópolis erigida sobre la exclusión violenta de la mayoría de raza negra. El alambre de cuchillas, un invento que se atribuyen los sudafricanos, aparece en otras piezas de Geers, desde los inicios de su carrera.




Sin embargo la realidad puede ser mucho más obstinada y dotar de inesperada vigencia a una obra al otorgarle un nuevo contexto.

Nuestra adormecida conciencia ha sido agitada estos últimos días por el salto a la actualidad informativa de las concertinas con cuchillas situadas en las fronteras de Ceuta y Melilla. Tras la negativa del gobierno a retirarlas (en palabras del Ministro de Interior son un "elemento pasivo de disuasión" y solo producen "erosiones leves") y a la espera de lo que diga el fiscal general del Estado, una obra como Akropolis Now nos trasmite un mensaje contundente, doloroso y vergonzante. Ya no habla de un remoto país del Hemisferio Sur, cuyo déficit democrático, por escandaloso y singular que resultara, no dejaba de ser un caso más de flagrante violación de los derechos humanos en el continente más pobre del planeta, sino de nuestras democracias occidentales, en la opulenta y biempensante Europa, cuyo bienestar se ha construido no solo sobre la exclusión (económica y política) de gran parte de la población mundial, sino sobre los cuerpos destrozados en las fronteras que supuestamente nos protegen, así como sobre los cadáveres de los desesperados que se ahogan en ese mar al que hemos consagrado como cuna de nuestros valores culturales e identitarios.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Una danza para la quietud: Cage, Cunningham, Dean




Confesaba Tacita Dean en una entrevista con Marina Warner que para ella la experiencia de hacer una película estaba ligada a las ideas de pérdida y desaparición. Ese espíritu parece encontrarse en muchas de sus obras, que hacen referencia a náufragos y desaparecidos, al paso del tiempo y a la destrucción a él asociada. Su instalación Merce Cunningham performs STILLNESS (in three movements) to John Cage’s composition 4’33’’ with Trevor Carlson, New York City, 28 April 2007 (six performances; six films) no escapa a ese principio, abordando de forma paradigmática temas como la representación del tiempo, con un énfasis especial en la manera en que se hace cargo del mismo el medio cinematográfico, y la tensión que se establece entre el aspecto documental de la imagen y el puramente discursivo.



El aparatoso título de la obra que nos ocupa (que abreviaremos a partir de ahora como Stillness ) no escapa a ese principio, describiendo de forma pormenorizada su contenido: Merce Cunningham interpreta QUIETUD (en tres movimientos) a partir de la composición de John Cage 4’33” con Trevor Carlson, Nueva York, 28 de abril de 2007.



A partir de ahí Dean articula el mecanismo que constituye la obra como discurso: sobre seis pantallas se proyectan seis películas de 16 milímetros en color donde el bailarín y coreógrafo, asistido por su ayudante con un cronómetro, adopta una pose estáticas para cada uno de los tres movimientos de los que consta la obra silenciosa de Cage. Dean no esconde las condiciones de representación a través de la disposición de las pantallas en el espacio. Cada interpretación del antiguo bailarín ha sido registrada desde un ángulo, cuidando que durante su exhibición su figura aparezca en tamaño natural. Se suma además el hecho de que el espectador, al deambular entre la instalación, se interponga entre el haz luminoso y la pantalla, proyectando su propia sombra sobre las imágenes.
La gran mayoría de sus películas son fieles a la premisa de que el único registro puramente documental del medio fílmico es el que da cuenta de su propia construcción y de que toda realidad queda ficcionalizada por la elección de un punto de vista, por lo cual tiende a hacerlo casi siempre claramente explícito. Así, en Stillness, además de entre las pantallas donde se muestran las imágenes, el espectador caminará entre los anticuados aparatos de proyección (lo que posibilita la citada interactuación) que suman su giro a la partitura de Cage, formando un collage cambiante de elementos que escapan al silencio: los lejanos sonidos callejeros de las seis películas proyectadas simultáneamente y el sonido ambiente de la sala de exhibición. Como resultado, Stillness repite y amplifica las estrategias dispuestas en 4'33”. A la (casi total) falta de sonido le responde la (casi total) falta de movimiento. El azar se ve multiplicado por la apertura al espectador que participará con su recorrido.









Sostenía Cunningham que cualquier movimiento es un movimiento de danza. Desde ese punto de vista Stillness es una de sus propuestas más radicales, al no realizar en ella otro desplazamiento que el cambio de posición que marca el inicio y el final de cada sección. Y sin embargo, el movimiento está ahí, presente en su tenue parpadear, en los gestos de Trevor Carlson que anuncian el final de cada parte y, sobre todo, entre los tres movimientos que componen la pieza muda de Cage. De esa forma, con cada cambio de posición, Cunningham hace de esta pieza una obra en tres movimientos, en la doble acepción del término. Pero aún se puede ir más allá. Si 4’33” no suprimía el sonido, tarea imposible por la propia presencia del público y las condiciones de la sala de conciertos (recordemos la experiencia del compositor con la cámara anecoica, que le llevó a sentenciar que el silencio no existe), la coreografía de Stillness, con la puesta en forma operada por Tacita Dean, desplaza hacia el público el movimiento, de forma que podríamos afirmar que la quietud no existe, rota por el deambular del espectador en la sala de exposiciones, obligado a moverse entre las pantallas, sin la constricción del punto de vista único y, sobre todo, estático, propio de la institución cinematográfica.



Hay que recordar que la obra de Cage daba cabida al azar a condición de sacrificarlo en un aspecto: la duración temporal, definida férreamente desde el propio título. En la pieza de Dean, la duración también queda al arbitrio del espectador por la posibilidad de establecer una contemplación parcial o repetida.
Pero sobre todo, la duración temporal se convierte en expresión de una presencia (la del bailarín Cunningham) y de una ausencia (la del compositor y compañero Cage). Esa contradicción entre la presencia de Cunningham y la ausencia de Cage (a través de su obra hecha de la ausencia de sonidos preconcebidos) tiñe Stillness de nostalgia: la sombra del objeto cayó sobre el yo , en palabras de Freud.
A ese desajuste se le debe sumar el que introduce el propio tiempo del espectador, que nunca coincide con lo representado en la pantalla, enfrentándose tanto a las pérdidas que Merce Cunningham, octogenario e inválido, soporta (del ser amado, de la juventud, del cuerpo), como a la desaparición que impuso la muerte del coreógrafo, convertido para siempre en un fantasma.

Esa experiencia tendría para Dean un epílogo en Craneway envent, que Cunningham nunca llegaría a ver.



Tacita Dean habla sobre Stillness