Se trata de una buena ocasión para acercarse a la obra del creador vitoriano que, bien sea por encontrarse afincado desde hace tiempo en Madrid, bien porque su obra se encuentre más presente en colecciones alemanas que españolas, o porque discurra por unos derroteros alejados de las tendencias dominantes, lo cierto es que no suele figurar las listas y antologías habituales del a veces tan cacareado arte vasco, (resulta en este sentido indicativo su exclusión del mapa que trazara Moraza en Incógnitas. Cartografías del Arte contemporáneo en Euskadi para el Guggenheim Bilbao).
Desde hace más de veinte años, Plágaro viene repitiendo sus series de Cuadros Iguales a partir de la premisa de que “lo importante no es lo que es, sino lo que es varias veces”, para construir a través de ellas un discurso coherente de relectura de la práctica artística.
La manera de proceder de Plágaro no deja de ser una manera de preguntarse (una y otra vez) sobre la producción de una obra de arte centrada en la pintura, en un momento de cuestionamiento de la práctica artística que se ha cebado especialmente con esta disciplina, a la que continuamente se quiere dar por muerta.
Como ya hiciera Rautschenberg en Factum I y Factum II, sus obras constan de pinturas aparentemente iguales, realizadas en series que pueden ir desde la pareja hasta la superación del medio centenar. Pero lo que en Rautschenberg no dejaba de ser un experimento llamado a cuestionar las nociones de original y copia, en Plágaro se ha convertido en un principio motor, en una idea subyacente a toda su trayectoria, al tiempo que es el elemento integrador de las piezas que componen cada serie particular.
La repetición como cuestionamiento de la idea de originalidad sobre la que se basaba el prestigio de la obra de arte ha tenido un amplio predicamento, desde Benjamin a Warhol, pasando por los apropiacionistas o la serialidad de los setenta. Pero frente a ellos y su recurso a las técnicas de reproducción mecánica, el trabajo de Plágaro destaca por su carácter manual. Sobre la superficie del cuadro, extiende capas de pintura de distinta densidad, creando unas tramas abstractas y no geométricas que solo responden a su propia expansión en el lienzo y a la búsqueda de un patrón compositivo que no parece alcanzarse más que en el equilibrio entre los diversos cuadros. Esta manera de trabajar hace imposible que la identidad entre las partes sea perfecta, enfrentando al espectador a la disyuntiva entre la parte y un todo que es algo más que la mera suma de los componentes.
Pero sobre todo, al repetir los trazos, la obra de Plágaro se centra en el gesto que la produce. Sin embargo, se aparta también de la gestualidad de los expresionistas abstractos, al ser su gesto reflexivo y no fruto de ningún brote de subjetividad de raíces post-románticas. Así que su trabajo en paralelo no solo borra la idea de original y copia, sino que introduce un elemento de búsqueda, de prueba y error, repetido en cada uno de los cuadros hasta lograr el resultado final, que se acerca a la composición musical por su atención a los procedimientos de repetición, variación y desarrollo.
Porque contrariamente a lo que pudiera parecer, la obra de Plágaro, aunque constituida sobre la repetición, está abierta al desarrollo, como dejan ver las propias veladuras de la pintura, que traslucen su proceso de aplicación. También es una obra que evoluciona. De sus series iniciales a las últimas, se puede asistir a una disolución paulatina de las formas, todavía perceptibles en sus cuadros de los años noventa, que se han ido volviendo cada vez menos definidas, hasta quedar reducidas al simple trazo vertical, horizontal o diagonal de sus últimas creaciones.
Esa importancia del proceso se verá acentuada por el hecho de que Álvarez Plágaro deja sus series voluntariamente inconclusas, al no imponer ninguna disposición preconcebida de los cuadros, no solo en cuanto al orden de las partes (al fin y al cabo no hay original), sino en cuanto a su colocación en el espacio, dejando a criterio del galerista, comisario o propietario el sentido o la manera de agruparse. La única condición que pone es la distancia entre las partes, que viene dada por el fondo de cada los cuadros. De hecho se permite incluso la posibilidad de fraccionar la serie, siempre que queden al menos dos cuadros juntos.
El gesto repetitivo de Plágaro parece tener por objetivo liberar a la pintura casi como lo hace un mantra con la mente. Despojada de la figuración, de la subjetividad, de la propia forma… el trazo que deja una y otra vez sobre el lienzo no parece tener otra finalidad que llegar a la esencia del acto de crear, al proceso en estado puro, al enfrentamiento de la pintura consigo misma.
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