Además de un gran artista, Txomin Badiola es un buen crítico, binomio poco habitual. Y algo aún más raro, probablemente sea el mejor crítico de su propia obra, constituyendo sus reflexiones en buena medida una extensión natural de la misma.
Esta circunstancia debe ser tenida en cuanta ante su última exposición en la galería bilbaína Carreras Múgica titulada Una entrada, mil salidas, concebida como una especie de ensayo que, como se advierte en la hoja de sala, permite a las obras trabajar en dos direcciones ya habituales en la producción de Badiola: el concepto de “mala forma” y el diálogo intertextual.
Lejos de correr por separado, esas dos direcciones confluyen en un punto que es la fuerte dimensión metatextual del conjunto. Así, el concepto de “mala forma” debe ser leído como evolución y superación de las raíces constructivistas del autor. A partir de ahí, de esa deconstrucción, la obra de Badiola habla de su propia manera de llevarse a cabo en un proceso continuo de reescritura del pasado, de diálogo con el presente y de interrogación sobre el futuro.
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A primera vista en la exposición domina el aspecto fragmentario, tanto en el interior de cada una de las piezas (collages, fotografías de asociaciones de elementos heterogéneos, volúmenes incrustados...), como en el conjunto de la muestra, donde las obras individuales acaban por constituir una especie de continuidad discontinua al disponerse sobre unas líneas paralelas que recorren la sala.
Los signos, textos e imágenes que encontramos fragmentariamente son los restos de lo que Badiola ha llamado “atractores” y que operan en la génesis de sus obras. Su método de trabajo sigue teniendo una base de herencia constructiva, en tanto la relación de los elementos acaba conformando una estructura. Pero a partir de ahí, lejos de aspirar a una forma plena, cerrada y perfecta, se produce un proceso que Badiola denomina “proliferación”.
Aquí radica probablemente uno de los puntos más originales de la obra de Badiola, por cuanto tanto los atractores como la proliferación responden a la lógica del deseo. Frente a la autosuficiencia del objeto artístico, la voluntad de metodología científica que animaba a buena parte de los constructivistas y sus aspiraciones utópicas, las piezas de Badiola se abren para hablar de la representación de la muerte, de la ritualización de la violencia y de la atracción por el cuerpo masculino. Por eso sus formas se califican como “malas”, no por una cuestión moral, sino porque al estar sujetas a la ley del deseo, nunca pueden llegar a satisfacerlo, sino que tal y como describió el psicoanálisis, se introducen en una interminable cadena sustitutiva.
A cambio las obras se enriquecen y, sobre todo, contrariamente a la obra cerrada, autosuficiente y pretendidamente perfecta, se preparan para el encuentro del otro, tema recurrente en Badiola y que origina su preocupación por la comunicación con el espectador. No en vano, hace tiempo que hizo suyo el aforismo de Godard que decía no estar tanto interesado en comunicar algo, como en comunicar con alguien.
(Esa voluntad podría rastrearse en su paso de la escultura a la instalación, buscando quizá envolver al público, construyendo espacios si no habitables, al menos transitables, aunque a veces eso solo sea posible a través de la mirada).
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El carácter “proliferante” de la obra de Badiola, lleno de intertextualidad, no solo tiene entre sus referentes a la obra de arte venerada por la alta cultura, sino también a la cultura popular. La fragmentación, la heterogeneidad o la repetición presentes en los medios de comunicación, en la cultura del espectáculo, el entretenimiento o la publicidad, que alcanzan incluso a los discursos políticos o a las ideas en esta era post-ideológica, son tratados de forma crítica, poniéndose al descubierto sus mecanismos de banalización o manipulación a través del cruce de citas e imágenes.
Pero si hay un género al que creemos hemos de remitirnos ante la obra de Badiola es al melodrama. Varias de sus obras más significativas, como Complot familiar (segunda versión) o Vida cotidiana (con dos personajes pretendiendo ser humanos), parecían fundamentarse sobre algunas de las premisas fundamentales de ese discurso en un proceso que "desteatraliza" tanto las convenciones como "teatraliza" las piezas resultantes.
No en vano el melodrama se constituye básicamente sobre el motor del deseo y puede ser definido como una “puesta en música” del drama, como una dosificación del pathos a lo largo de la forma hasta acabar confundiéndose con esta última. Nos lo recuerdan así algunos de sus más reputados representantes fílmicos, desde Douglas Sirk en el cine manierista, Fassbinder en el moderno, a Almodóvar en el postmoderno, pero también las versiones más zafias del melodrama ejemplificadas en los culebrones.
No en vano el melodrama se constituye básicamente sobre el motor del deseo y puede ser definido como una “puesta en música” del drama, como una dosificación del pathos a lo largo de la forma hasta acabar confundiéndose con esta última. Nos lo recuerdan así algunos de sus más reputados representantes fílmicos, desde Douglas Sirk en el cine manierista, Fassbinder en el moderno, a Almodóvar en el postmoderno, pero también las versiones más zafias del melodrama ejemplificadas en los culebrones.
Y resulta también pertinente recordar cómo esta exposición Una entrada, mil salidas, está concebida por su autor como una estructura musical donde una serie de ritornellos (las piezas más escultóricas) se intercalan con las variaciones sobre RSF.
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